¿Alguna vez ha habido un médico en su pueblo al que llamaran "el médico" por excelencia?. Pues en Consolación del Sur tuvimos (honor concedido) un médico de esos, de los antiguos, que visitaba a caballo, en coche, en carreta, en lo que fuera necesario. Cuando le conocí, siendo una niña de 6 años, ya él era un hombre mayor, viejo para mí, (que como se sabe los niños no tenemos mucha noción del tiempo en esos momentos). Era una persona bajita, con una curva de la felicidad incipiente y muy blanco. Eso me llamó la atención desde el primer momento, pues era llamativo que fuera tan blanco y con una mejillas rosadas y mofletudas que en cualquier momento parecía que te sonreiría y diría jo jo jo. Bueno quizás no era para tanto, pero era una niña con gran imaginación y me gustaba ir a su consulta, que estaba en su propia casa, al frente del parque de la Iglesia, justo al lado de donde, años después se hizo un salón de baile, perteneciente a la Casa de la Cultura.
Ramón el médico era culto y sabía de otros países, pues había sido agregado en la embajada de Italia, no recuerdo en qué gobierno cubano, pero se que fue antes de la Revolución. Su esposa era Angélica Capín, una señora entrada en carnes y muy maquillada, que tenía unos perritos salchichas muy monos y ladradores, que corrían todo el pasillo de la casa, arañándo con sus uñas el piso y las colitas nerviosamente moviéndose, para saludarme, pues yo los adoraba y siempre que iba a consulta trataba de entrar al pasillo que daba con la casa. Recuerdo la mirada comprensiva de Ramón, que al final me daba un empujoncito y decía: "niña ve a ver cómo está la sra Angélica" y yo salía disparada a jugar con los perrillos, saludando a la sra de la casa como de pasada. Años después, siendo ya una adolescente, trabé amistad con la sra Angélica, y le llamé tía Angélica hasta que se fue del pueblo. Con ella aprendí sobre comportamiento social, sobre modas, sobre formas de educación de las que nunca me habían hablado. Era una de esas mujeres de las que hablan muchas películas, refinada , culta y muy excéntrica, que merecería un capítulo aparte; pero desgraciadamente yo le conocí superficialmente. Las fotos que se veían en su casa daban testimonio de que había sido muy bonita en su juventud y cuando le conocí aún se mantenía lozana, aunque ya entrada en carnes, como esas matronas italianas, sentada en su mecedora de maderas trenzadas, abanicándose y riendo con sus perritos.
Ramón el médico era conocido y reconocido en su pueblo siempre, adonde quiera que se movía allí estaban los consolareños saludándole y deseándole un buen día. Porque en esa época ya estaba jubilado, en realidad era de los pocos médicos de antes de la Revolución a los que se le permitió continuar con su consulta privada. Lo mejor era que muy pocas veces te cobraba, y si lo hacía era muy poco, creo que era algo simbólico para él, pues a esas alturas ya tenía su fortuna hecha y no creo que necesitara cobrar.
Solía sentarse los domingos en uno de los asientos del parque, de los que estaban cerca de la Iglesia, con Felipe el farmacéutico, con mi tío Félix y con otros (todos hombres de la misma edad) que se acercaban para hablar de sus épocas. Muchas veces fuí hasta su banco y entablé conversaciones, para mí aquello era como saber que me escuchaban los adultos, y me regalaban caramelos y hasta me daban lecciones de medicina, contando casos que habían ocurrido muchos años atrás. La sonrisa de Felipe siempre era radiante y sabía mucho de fórmulas magistrales y de medicamentos que sólo estaban en prueba, yo en esos momentos me transportaba al futuro y me veía curando enfermedades y haciendo medicinas con mis propias manos. Siendo estudiante de medicina, siempre que me veían me preguntaban por mis notas, por mi vida en general y eso era motivo de alegría para mí.
Ramón el médico fue el que dirigió mis pasos hacia la medicina interna, pues decía que era la especialidad más completa y la más importante, me dejó láminas de anatomía y me inculcó el estudio, pues él nunca dejó de estudiar, siempre se sentaba por las tardes en el banco de frente a su casa con un libro o revista, poniéndose al día, como solía decir.
Y la muerte le sorprendió en ese banco un día en que unos niños estaban haciendo gamberradas con los bancos del parque y salió a regañarles sobreviniéndole un ataque vascular cerebral, que le mantuvo unas horas debatiéndose entre la vida y la muerte, hasta que la última ganó. Ramón el médico era historiador del pueblo de Consolación del Sur y murió defendiendo su patrimonio, nada más conmovedor. Recuerdo el velatorio y el entierro, llenos de consolareños, muchos de ellos nacidos por sus manos, otros curados por ellas, personas de lugares lejanos, de pueblos de campo, que fueron a rendirle su respeto. El pueblo perdió uno de sus mejores hijos y yo perdí un amigo, que primero fue mi médico y después fue un ejemplo a seguir. Este es un pequeño homenaje que tenía pendiente con Ramón el médico, espero que desde el cielo siga mi pasos.
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