Ha sido un fin de semana lleno de recuerdos y preñado de esperanza: recuerdos de aquellos que ya no están de cuerpo presente, y esperanza de que vivan unidos en comunión con todos los santos, en amistad eterna, velando por todos nosotros. La Catequesis nos recuerda que, cuando hablamos de la Fiesta de Todos los Santos, no nos referimos solamente a aquellos que aparecen en el Santoral, por sus méritos especiales sino a todos aquellos que han sido abnegados en su caridad.
Todos los Santos.
Dichosos los que aceptan a Dios en sus vidas,
porque estarán llenos de luz.
Dichosos los que se ponen en las manos de Dios,
porque vivirán seguros.
Dichosos quienes hacen sonreir a los que lloran,
porque serán ángeles del consuelo.
Dichosos los que defienden al perseguido,
porque Cristo será su defensor.
Dichosos los que no viven para sí
porque serán de la raza de Dios.
Todos los fieles difuntos.
Y entonces vio la luz, la luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir solo es morir, morir se acaba,
morir es una hoguera fugitiva,
es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas,
ver al Amor sin enigmas ni espejos,
descansar de vivir, en la ternura.
Tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-Luz tras tanta noche oscura.
Ambos poemas los he sacado del cuadernillo mensual Orar la Vida, que se edita para los miembros del APOR. Las fotos de al lado son muestra de mi idea de la santidad y la muerte: San Ignacio, fundador de los jesuitas, hombre imbuído del amor de Dios, seguidor de Jesús en todos los sentidos, y una imagen del Hijo de Dios, en el que confiamos los cristianos para que nos guíe en la vida y en la muerte como pasos necesarios para alcanzar la eternidad.
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